Nos encanta leer revistas, nos exigen poco, nos gusta su manera porque podemos recorrerlas brincando de foto en foto, incluso desde atrás hacia adelante. No son como los libros, no nos demandan disciplina para seguirlas. Con las revistas nuestra manera de aproximarnos al contenido va desde observar una imagen a leer su epígrafe y luego (si es que nos motiva) tal vez un artículo completo.
La visita a una exhibición puede ser similar. La atención del visitante de museo por lo general brinca (así como con las fotos en las revistas) atraída por los objetos en las vitrinas -sumada la confianza ciega en su autenticidad. Algunas personas van un poco más allá y en su curiosidad pueden que lean los rótulos o etiquetas y si esa información les resulta atractiva, sorprendente o misteriosa, puede que la misma intriga los empuje a querer saber algo más. Es entonces que pueden decidir buscar la información en los títulos y textos de paredes o a través de los otros recursos de comunicación que se les ofrezca. Las personas buscan comprender que es lo que están viendo. Se preguntan por qué una obra está en el museo, para qué se usó ese objeto, qué es lo que representa, en qué pensaba el artista, cuándo y en qué contexto…
Despertar y sostener la intriga es como la habilidad de provocar una picazón que necesitara rascarse. Escribir etiquetas tanto como epígrafes es el arte de compactar lo substancial con elegancia. Al escribirlos convertimos a los objetos y obras de arte en palabras, en el intento crucial de establecer puentes concretos entre ellos y las personas.